Sven: La pluma y el reloj.

 

Por Sven Amador Marín

 –   Inicié estudiando la carrera de Derecho con una intención totalmente distinta con la que terminé. Es válido y hasta necesario cambiar las motivaciones para la toma de decisiones aunque eso pocas veces nos lo advierten.

Luego de realizar uno de esos exámenes vocacionales que se encuentran en los estantes de las bibliotecas preparatorianas, obtuve un resultado que me acercaba a la psicología, al sacerdocio o al derecho. Analizando las opciones reales que tenía y fiel a mi rechazo por las matemáticas, opté por el Derecho. Los primeros semestres tuve que inventarme una buena razón para justificar mi decisión donde, de cajón, debíamos presentarnos ante los profesores y el grupo. «Me llamo Sven Amador, vengo de Guerrero Negro y entré a Derecho porque le saqué la vuelta a las matemáticas», definitivamente ésta no era una buena presentación.

Algunos de mis compañeros enarbolaron desde el principio la bandera de la justicia y la defensa de los más débiles, otros más, los honorarios y las oportunidades laborales. Finalmente, creo que nadie alcanzamos a imaginar cómo ejerceríamos nuestra profesión.

El primer caso que tomé ya como abogado litigante, fue el de un maestro que estaba demandando a sus hermanos el pago de ciertos pagarés, por la vía del juicio ejecutivo mercantil. “Ya ni la friega el Güero, como si no tuviera dinero”, nos decía uno de ellos entre triste y enojado cuando fuimos a realizar el embargo precautorio.

En el ejercicio de mi carrera aprendí muchas cosas, la mayoría que no tienen que ver con la teoría de las clases universitarias. Realmente la escuela era como el catecismo: nos enseñaban sólo la teoría, a usar la Biblia, pero finalmente en la práctica, fuera de las aulas, el abismo entre teoría y práctica era así, de proporciones bíblicas. Los maestros nos advirtieron de esto, seguido nos decían que la práctica profesional era muy distinta e incluso nos recomendaban buscar la oportunidad en un despacho o en los juzgados. La mayoría lo dejábamos para después, ya nos tocaría batallar.

Sí, es cierto que uno llega a lamentar el no haber puesto más atención en ciertas clases, sobretodo las relacionadas con los procesos, las de administrativo, las fiscales ni se diga y quizá las de obligaciones. “Si no saben obligaciones, no saben Derecho” nos repetía hasta el cansancio con aire de catoniano, el maestro Joaquín Beltrán Quibrera, que nos impartía el curso de Derecho Romano.

Durante los meses que ejercí como abogado litigante, y que hoy recuerdo como si hubieran sido años, en todo momento estuve bajo la tutela de un abogado que, luego de prestar sus servicios durante muchos años en el Poder Judicial, se fue por la libre y empezó su despacho desde cero. Yo estuve en esos inicios y todas las experiencias que viví fueron tan aleccionadores como la mejor conferencia del civilista Gutiérrez y González.

“Siempre hay que traer un buen reloj y una buena pluma”, me decía mi mentor. “Si te andas muriendo de hambre —que pasaba muy seguido—, cuida que tus clientes no se den cuenta”. “Vivimos de nuestra imagen y nuestra confianza”, me repetía. “La gente acude a ti por una solución, problemas ya traen así que no les mientas”, aunque también tuve que aprender que esa recomendación tenía sus limitaciones. También entendí la verdadera utilidad de los notarios, y que es convertir en documental pública cualquier otra cosa que no lo sea, comprendí que la garantía del éxito radicaba en no dejar de estudiar y de aprender, tuve que aprender también a escuchar y que la gran mayoría de las veces quienes más dinero tienen, son los que menos y mal pagan y que aquellos que menos dinero tienen, además de ser buenos deudores, son más agradecidos. Confirmé lo que alguna vez cantó Ricardo Arjona, que el amor se prohíbe en los juzgados y que una orden de aprehensión y un amparo son como un vaso de agua, a nadie se le niega.

Hubo ocasiones donde nos extralimitamos en nuestras estrategias, hubo otras donde tuvimos que fijarnos un marco de actuación ética (no defendíamos a homicidas confesos, a narcotraficantes ni a presuntos culpables por delitos sexuales); en ciertas ocasiones mi mente amolada no llegó a concebir las cantidades de dinero que entraron de sopetón, aunque terminaban yéndose con una tremenda prontitud. Otras veces era fascinante ganarle a la contraparte por el reto que aquello implicaba, sin importar si nuestro cliente tenía o no la razón pues finalmente, lo que importaba era la versión que se acreditaba en el juicio.

Hubo muchas cosas buenas y otras tantas que nos dejaron con un sabor amargo, pero la mejor de todas ellas, finalmente, era la satisfacción del deber cumplido, la de hacer valer la justicia y restituirle a las personas un poco de lo que habían perdido. Sus rostros, su gratitud y su confianza, eran y siguen siendo los aspectos más gratos del ejercicio de la abogacía.

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