Leone Floriani Frioli referente de los fundadores de la media península sudcaliforniana. segúnda y ultima parte
Por Adan Noe Romero olivas
Floriani en Busca de otra Región deja Santa Rosalia y se traslada a San Ignacio BCS
En el censo poblacional referido en el libro de El Boleo, de Centro de Estudios Latinoamericanos, de Juan Manuel Romero Gil, habla sobre Floriani el italiano, puesto que en la lista ya de 1932, tan solo se mencionaban a 3 italianos en Santa Rosalía, mencionando a uno agricultor de San Ignacio de apellido Floriani, sin duda la historia y el relato del que hablo, le dio un lugar en la historia, en aquellas gráficas estadísticas de la época, para ese entonces, Floriani, nuevamente había dejado las que siempre fueron para El, tierras de paso.
“…y el tercero, de apellido Floriani era agricultor en San Ignacio.”
Posterior a su estancia en Santa Rosalía, decide viajar por los caminos apenas transitables, a la comunidad de San Ignacio, B.C.S., el volcán de las tres vírgenes como testigo inmutable, observaba a los viajeros que a lomo de bestia, o en carros que a duras penas lograban pasar por el camino a San Ignacio.
San Ignacio, que es colindante con Santa Rosalía, parecía porque no decirlo así, un bunker florido (refiriéndolo así no solo por su enmarañada vegetación, sino también por las razones que obligaron a muchos a buscar en San Ignacio un refugio), esta población con abundante agua y con bellas princesas, era un paraíso para muchos extranjeros de variados países, a donde llegarían de entre otros países, personas de Alemania, tales como el suegro de Leone Floriani, el señor Frank Fisher, que igual fue un gran emprendedor, en el San Ignacio de entonces, y a donde al igual llegaron Finlandeses, chinos y por ende franceses.
El amor, ante una vida tan ajetreada y de vaivenes que caracterizaban a Floriani, tal vez, era algo que no tenía en sus prioridades, puesto que ya había recorrido prácticamente todo el país desde el puerto de Veracruz y en ningún lugar, ni en ningún rincón de esos polvorientos caminos, logró distinguir una flor, ya fuera en el desierto, en las montañas, en la selva, o cualquier parte del país.
Solo cautivaría a su corazón una bella flor de Oasis. En San Ignacio, surgió el amor, la figura bajita y bien formada de una doncella sudcaliforniana, con ancestros alemanes, de apellido Fisher, le robaron el corazón, y ante esas cosas, no se manda, se enamoró, y aunque tal vez estaba muy lejos de su tierra, su corazón siempre lo traía consigo, y a partir de entonces terminó por entregárselo a quien viviría a su lado, por siempre, quien le acompañaría en sus últimas travesías, tales como la zona de El Arco, en 1930, cruzando al estado de Baja California Norte, esto conforme al censo de esa época.
Con Anna de su mano, en 1956, viajaría como punto final a la costa del pacífico Norte, específicamente a Bahía Asunción, B.C.S.. Para cuando yo nací en dicho lugar, Él ya tenía años en el pueblo, lo conocí ya anciano pero fuerte, se le veía trabajando, pero igual refugiado, en ese entonces, de los ventarrones de otoño, en el patio de madera de su casa, se acompañaba siempre de su tierna flor de oasis, Anna, cobijado por el calor de una vieja chamarra de algodón, divisando desde ahí el mar Pacífico.
La calle principal que casi tocaba sus pies, aun de terracería, expelía polvo de los pocos carros que había en el pueblo, los cuales cargados de productos del mar, cruzaban frente a Él, rindiéndole homenaje, con el inconfundible olor a pescado, sargazo y langostas, olores que le hacían sentir vivo.
La zona pacífico Norte del estado de B.C.S., en un principio, estuvo habitada por asiáticos, tanto chinos como japoneses que venían en barco desde San Diego a explotar los moluscos como el abulón, posteriormente arribaron los primeros pobladores originarios del país en 1945, quienes padecían fuertes ventarrones, refugiados en viejas lonas, que hacían las veces de casas. Los salitrales interminables, escasez de agua y las malas vías de comunicación, forjaron sin duda a un pueblo fuerte y aguerrido, que jamás permitiría, a partir de ahí, que las condiciones climatológicas, y la escasez de productos y vías de comunicación adecuadas, los domaran.
En la última etapa de su fructífera vida, se estableció en Bahía Asunción, B.C.S., a donde llegó de San Ignacio junto a empresarios como Ernesto Ruffo, Miguel Hale, así como las familias Ramírez y Villavicencio.
Él se dedicó por su cuenta, desde ese entonces a la venta de abarrotes, gasolina, y como legado mayor, a mi juicio, la instalación de un proyector de películas para el pueblo, construyendo para ello un salón de madera grande, donde proyectaban las películas que alegraban a las familias en general, puesto que había pocos espacios dentro del pueblo, reservados para la familia, las películas mexicanas de “Santo contra las momias”, entre otras más de grandes actores como Roberto Gómez Bolaños, Mario Moreno “Cantinflas”, Mauricio Garcés, así como las bellas actrices que engalanaban las películas de la época de oro del cine mexicano, lucían en su máximo esplendor, sus nietas Irasema y Lorena, eran a su corta edad las responsables de anunciar en el micrófono que había para ello, los dulces, refrescos y demás que se vendían en el intervalo de la función. “Angelito”, como se llama el que vendía, se encargaba de despachar presuroso a todos los clientes que se arremolinaban en la barra que estaba para ello.
Bien valdría decir, que el cine de Floriani y Él sirvieron como cupido en la formación de muchos noviazgos y posteriores matrimonios, puesto que en la oscuridad se les daba rienda suelta a aquellas parejas que tenían como pretexto el ver una película a oscuras. El idilio solo era interrumpido por la mirada inquisidora de Don Nacho, el policía de la comunidad quien prendía su lámpara de mano cuestionando con tono enérgico, ¿Quién eres tú?, esto lo hacía, porque no lograba distinguir, debido a su corta vista, quienes eran, ni que es lo que hacían las parejas en la oscuridad. A nosotros nos tocó el cine cuando niños, pero varios “ya eran grandes y sabían lo que hacían”, esto a decir de Don Nacho Soto, el policía querido del pueblo, quien cubría todos los lugares asignados, tanto de policía de escuela, de llevar a la Delegación del pueblo a los que no podían llegar a sus domicilios por el estado de embriaguez, y de delator de infractores ante las padres de familia, puesto que se tomaba el tiempo de ir a denunciar a aquellos niños o jóvenes que no estaban haciendo bien las cosas por el pueblo.
Los hombres que se empleaban en las faenas de la producción del mar, por otra parte, buscaban en la abundancia de producción marina y por desde luego de dinero, las cantinas o bares donde gastar el excedente que siempre sobraba en ese entonces. Terminaban por alojarse allá en las cantinas que estaban afuera del pueblo, una de ellas era de Faustino Olivas Burrola, mi querido abuelo o bien con Verduzco, con su característico acento fuerte de su voz.
Finalmente, Leone Floriani en su último viaje, aquel sin retorno, regresó de Bahía Asunción, B.C.S. a San Ignacio, a entregarse a su destino inevitable. Lugar que congeniaba de cierta manera con su lugar privilegiado de origen, su bella Calavino de Trento, en Italia, quizás no con montañas, pero si con exuberante vegetación, abundante agua, único lugar donde podía haberse desarrollado, aquella bella flor del Oasis, aquella bella flor, que le dio una descendencia nacida en México, aunque con genes europeos, la descendencia ítalo-alemana, la familia, Floriani Fisher.
El padre, el abuelo, el amigo, el comerciante, el emigrante, el aventurero, el gambusino, el hombre fuerte, aspiró el aire fresco del oasis por última vez, en San Ignacio, B.C.S., aquel lugar donde conquistaría el amor, la familia, y conquistaría una dulce vejez, hasta que sus ojos ávidos de aventuras se cerraran, no sin pensar antes, en las grandes aventuras por vivir, allá en el cielo, después de haber recorrido más de 10 000 km desde su querido Calavino de Trento, haya en Italia.
Felicidades por estos relatos, Adán Noé. Es fantástico que los propios paisanos sean los que describan la vida de los pioneros de su tierra. Yo recuerdo muy bien a León Floriani. Claro que no recuerdo cuando llegó a Bahía Asunción, pero cuando lo hizo, mi familia ahí estaba. Supongo que poco antes de 1960, León Floriani decidió fijar en Asunción su residencia. José Villavicencio (mi tío Pepe, casado con mi tía Francisca, hermana de mi mamá) fue contratado por Floriani (así le llamábamos hasta los niños en Asunción) y llevado desde San Ignacio a la Bahía para que le construyera ya con material firme su primer negocio y quizá su primer vivienda. Después, eso si lo recuerdo, siendo niño aún, infinidad de veces fui atendido por él en su pulcro establecimiento de madera, con mostrador de madera, con su balanza romana, y con sus incontables anécdotas que deslumbraban la imaginación de los niños. Sabíamos que era italiano. Que había nacido lejos, pero su trato era de mucha cercanía. Su pronunciación del español era perfecta, apenas tenía cierto tono que -ahora lo sé- denotaba que el idioma lo había aprendido inicialmente de españoles nacidos en España, quizá siendo joven en Europa, quizá de refugiados españoles en México. El caso es que nos hicimos paisanos en Asunción. Y con esa confianza, cuando estudiando la primaria en el albergue de San Ignacio, a donde él viajaba con frecuencia para aprovisionarse de las mercancías que transportaba a la costa, nos llevó más de una vez a nuestra tierra de regreso a vacacionar a casa, en “aventones” de 8 a 12 horas. ¡Era un hombre de mucho mundo, claro! Imagínense que anécdotas nos contaría que avivaban la imaginación infantil. Con esa confianza, de amigos de aventuras en el desierto, la tienda de Floriani fue mi centro de reunión en Asunción. Ahí escuchábamos las pláticas de adultos, sus bromas, las nuestras, ahí llegaban la novedades de San Ignacio, Santa Rosalía y de Ensenada. Ahí nos prestaba los guantes de box y en ese patio, alumbrado por un foco externo, desde la tienda, intercambiamos los primeros golpes deportivos…Uf, qué recuerdos…